La sonrisa del ogro

 

 

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MI NOMBRE es Roberto y aunque sólo tengo diez años, puedo aseguraros que he pasado por una terrible experiencia. Se que hay personas que opinan que ser niño es cosa fácil, que nos lo dan todo hecho y que lo único que tenemos que hacer es jugar en los parques, pedir chucherías y mirar embobados los dibujos de la tele. Piensan así porque ya han olvidado lo difícil que les resultó decir la primera palabra, dejar de andar a gatas y aprender a contener el pis cuando tenían tantas ganas de hacérselo encima.

 

Cuando un niño y un adulto caminan juntos, el niño debe dar tres pasos mientras el adulto tan sólo da uno. Todo nos pesa tres veces más, todo es demasiado grande y todo se encuentra demasiado alto, porque el mundo no está pensado para nosotros. El niño tiene que aprender todo lo que los adultos ya saben. A esto hay que añadirle las presiones de padres, abuelos, profesores y hermanos mayores, que quieren que lo sepamos todo inmediatamente. Además, si un adulto y un niño discuten, el adulto siempre llevará la razón.

Ser niño es duro, podéis creerme.

 

En estos momentos me dispongo a escribir el relato de lo que sucedió exactamente. Hago esto, porque quiero que conozcáis los sucesos que tuvieron lugar en el colegio Charles Perrault, al que asistimos mi hermano Dani y yo.

 

Debo comenzar la noche en que papá le contó a Dani el cuento de Pulgarcito, pues sé que de ahí arranca esta historia. Una noche tras otra mi padre le leía cuentos, como hacía conmigo cuando yo tenía su edad. Siempre el mismo cuento, hasta que mi hermano se cansaba de oírlo y pedía uno nuevo. Ese día le tocó el turno a Pulgarcito. No se me va de la cabeza la cara de Dani, el terror que reflejaban sus ojos mientras el ogro afilaba el cuchillo con el que pensaba descuartizar a Pulgarcito y a sus seis hermanos, y el alivio que sintió cuando los niños lograron escapar gracias a la astucia del pequeño.

 

Cuando papá terminó y abandonó la habitación dejándonos solos, todavía flotaba en el aire la espantosa fantasía del cuento. Entonces, Dani me dijo:

 

Pobrecito el ogro.

 

¿El ogro? pregunté asombrado. ¿Acaso no querías que Pulgarcito escapara?

 

 susurró. Pero es que el ogro mató a sus hijitas sin querer.

 

Eran ogras, Daniel le aclaré. Y también se comían a las personas.

 

Ya, pero ahora su papá debe estar muy solito y triste.

 

Traté de animarle, contándole cosas divertidas. Le dije que los ogros no existían en la realidad y que los cuentos sólo eran cuénetos.

 

Has dicho cuénetos me corrigió sonriendo con los ojillos brillantes.

 

Habrás oído mal, Dani. Buenas noties.

 

¡Has dicho noties!

 

Hasta mañana, Dani, que tengo sueño.

 

Adiós.

 

Anió.

 

Yo solía equivocarme aposta con algunas palabras, porque sabía que a mi hermano le hacía mucha gracia. Siempre lo había hecho desde que podía recordar y Dani saltaba como un resorte, riendo, para que yo viera que se daba cuenta. A pesar de su risita menuda, el pobre durmió esa noche con el corazón encogido. Lo supe a la mañana siguiente, cuando me dijo:

 

¿Y no podía haber acabado el cuento de otra manera?

 

No.

 

¿Por qué?

 

Porque está prohibido.

 

¿Y por qué sabes que está prohibido? preguntó de nuevo.

 

Porque siempre ha sido así le dije.Y eso quiere decir que no debe cambiarse.

 

Dani se quedó pensativo. A mi nunca se me había ocurrido que pudiera cambiarse el final de un cuento, pero yo no tenía tanta imaginación como él. Al cabo de un rato sentí curiosidad:

 

¿Cómo lo hubieras acabado tú?

 

No lo sé después de unos segundos con la mirada perdida añadió—. Yo hubiera dejado escapar a Pulgarcito, así el ogro, la ogresa y sus hijitas habrían vivido felices para siempre.

 

—¿Comiéndose niños?

 

No, comiendo hamburguesas.

 

¿De ninios?

 

¡Has dicho ninios!

 

Mi hermano estuvo dándole vueltas durante todo el día, buscando la manera de que las hijas del ogro no perdieran la vida. Por la tarde, mientras merendábamos, me dijo que había solucionado el problema:

 

He cambiando el final del cuento.

 

Ah, ¿si?

 

Las ogritas se marcharon de su casa porque tenían muchas ganas de conocer la ciudad afirmó mi hermano con la boca manchada de mantequilla. Para distraer a su padre, ayudaron a Pulgarcito y a sus hermanos a escapar, entregándoles las botas de siete leguas del ogro.

 

¿Y el ogro se quedó solo? pregunté.

 

Con su mujer, la ogresa respondió.

 

Pero de esa manera también pierde a sus hijas, ¿no?

 

No, porque ellas le escriben de vez en cuando y le mandan fotos.

 

¿Y el ogro no va a buscarlas?

 

No, porque cuando le escriben no ponen el remite en el sobre. Además, ya no tiene las botas de siete leguas.

 

Tengo que reconocer que mi hermano es un poco despabilado para su edad. Yo quería pillarle, pero no había manera.

 

¿Y se quedaron para siempre en la ciudad?

 

Si concluyó Dani. Y se casaron y tuvieron hijos.

 

¿Ogritos?

 

Ogritos buenos.

 

No hay ogritos buenos.

 

Estos sí dijo mi hermano. Porque las ogresitas se casaron con personas normales.

 

—¿Me estás diciendo, Dani, que los nietos del ogro están ahora en la ciudad y nadie sabe quienes son?

 

Si respondió—. Pero son buenos.

 

Me gustaba más el final de antes dije convencido, y los ojos de mi hermano se abrieron como platos.

 

—¿Por qué?

 

Porque ahora mismo no sabemos si el vecino de al lado lleva sangre de ogro en sus venas, y corres el riesgo de que te coma cuando subes en el ascensor.

 

Te he dicho ya que son ogros buenos afirmó, como si yo fuera tonto.

 

No hay ogros buenos.

 

Sí.

 

No.

 

Sí.

 

No quiero.

 

Anda, quiereee...

 

No tero.

 

—¡Has dicho tero!

 

Así fue como mi hermano prefirió creer en la bondad de los ogros, a pesar de que eso le exponía al peligro de relacionarse con ellos...

 

 

  • Bruño: 7ª Edición
  • Colección: Altamar 
  • Autor: Rafael Estrada
  • Ilustradora: Mª Luisa Torcida
  • Género: Misterio
  • Nº páginas: 136
  • ISBN978-84-216-6252-6
  • Formato: 13,5 X 20
  • Encuadernación: Rústica