El día que murió Superman

 

 

1. Supercharli 

 

Mi nombre es Carlos, mido exactamente 1,57 metros y peso 43,580 kilos. No está mal para un ser humano de 10 años, 5 meses y 23 días; aunque debo reconocer que muchas veces me he imaginado con 2 metros de altura, 90 kilos de puro músculo y todos en el cole llamándome Supercharli.

 

Siempre he admirado a Superman, ese niño del planeta Krypton que un día cayó a la Tierra y fue adoptado por la familia Kent. Después, a medida que se hizo mayor, empezó a utilizar sus poderes para ayudar a la gente, evitar catástrofes y combatir a los malos. Era maravilloso verlo en acción, con su habilidad natural para volar y su increíble fuerza.

 

Yo era feliz sabiendo que Superman estaba ahí, aunque sólo fuera en el mundo de la imaginación. Me sentía seguro, disfrutando sus aventuras y devorando con avidez todos los tebeos que caían en mis manos. Fue una etapa de mi vida fantástica y emocionante, una época mágica repleta de sueños.

 

Hasta ese nefasto día en que le mataron.

 

Creo que el día que mataron a Superman maduré un poco. Por primera vez la muerte me sorprendió, y a partir de ese momento no pude leer un sólo tebeo sin verla agazapada tras las viñetas.

 

Esa época trágica no escapó a la mirada atenta de mi madre. Mamá me dijo un día que la imaginación podía meterme en algún lugar espantoso del que me costaría salir.

 

—¿Qué quieres decir, mamá? —le pregunté intrigado.

 

—¿No ves que sólo sientes pasión por este tipo de aventuras? —echó una ojeada al tebeo y movió la cabeza—. Si te dejas seducir únicamente por la fantasía, no podrás evitar que esas cosas acaben sucediéndote a ti.

 

 —¿Cómo puede ser eso? —pregunté mirando a Superman, que luchaba contra un supervillano horripilante llamado Darkseid.

 

—Porque la imaginación es más atractiva que la realidad.

 

—Entonces, ¿la imaginación es mala?

 

—¡Cómo va a ser mala, hijo! —mamá me revolvió el pelo, sonriendo—. Sólo quiero que entiendas que es una fuerza tremendamente poderosa y que hay que llevarse bien con ella.

 

En ese momento no entendí muy bien lo qué intentaba decirme. Pero me daba igual, porque, ¿qué tenemos los niños aparte de la imaginación? En cualquier caso fue mamá quien me regaló el primer tebeo de Batman, un personaje más creíble que Superman, porque no tenía poderes fantásticos; sólo utilizaba ingeniosos artilugios mecánicos que él mismo fabricaba, además de su fuerza de hombre entrenado. En cada aventura luchaba contra la muerte, pero siempre lograba vencerla gracias a su ingenio y habilidad. De no haber sido por mamá creo que la idea de la muerte me habría obsesionado.

 

Por eso, cuando a mamá se la llevó esa terrible enfermedad no me costó superarlo. Y aunque todavía hoy no he podido acostumbrarme a su pérdida, el hecho de que Batman perdiera a sus padres siendo niño y consiguiera, a pesar de todo seguir adelante, me daba fuerzas. Algunas veces he intentado recuperar la sonrisa de mamá sin conseguirlo, esa sonrisa que el sufrimiento cambió en mi memoria. Es entonces cuando miro el póster de Batman sobre la pared de mi habitación y no me avergüenza que me vea llorar, y hablo con él y le pregunto si es justo que una enfermedad destruya también los recuerdos.

 

Apenas dos meses después, me encontraba en la sala de espera del mismo hospital donde murió mamá, dándole vueltas a esos pensamientos. Ni siquiera oí los pasos del cirujano, ni el batir de la puerta de doble hoja, y sólo cuando posó su mano sobre mi hombro volví a la realidad.

 

El hombre me miró con ternura. Aunque yo no esperaba lo que me iba a decir, tampoco me sorprendió:

 

—Lo siento, hijo —hizo una pausa, conmovido—. Tu padre...

 

Es curioso, pero en ese momento recordé una tarde de otoño, cuando mamá todavía se encontraba con nosotros. Yo estaba sentado en el suelo, hojeando el tebeo de Batman que ella me había regalado. A mamá se la oía canturrear en la terraza, mientras regaba las plantas; papá me miraba, con los brazos cruzados, en una actitud que intentaba ser digna.

 

—¡Carlitos...! —gritó, sin demasiada convicción—. ¡Otra vez leyendo tebeos!

 

Le miré un poco a la defensiva, preguntándome qué le gustaría que yo leyera.

 

—Fíjate en mí... —dijo entonces—. Yo nunca he perdido el tiempo con eso.

 

Aquello resultaba chocante. ¿Qué cosas habría leído mi padre? ¿Quienes serían sus héroes? Por más que lo intenté no logré imaginarle de pequeño. Además, verlo con su barriga junto al enorme póster de Batman me hizo un poco de gracia. Recuerdo que apreté los dientes, intentando contener la risa.

 

—¿Te encuentras bien? —el doctor me sacudió, pensando que me hallaba bajo los efectos del shock.

 

—Verá, doctor —la sonrisa quedó convertida en una mueca tensa—, no consigo ponerme triste.

 

—Entiendo... —dijo el doctor, mirando el tebeo que tenía sobre las piernas—. Seguro que no paraba de regañarte y de interrumpir tus momentos gloriosos y fascinantes al lado de Jocker, Robin y Doscaras.

 

Se atusó la barba, me miró con ternura y continuó:

 

—Jamás podría comparase a los superhéroes de tu habitación.

 

—Veo que me comprende —exclamé asombrado.

 

—Es cierto. Yo también tengo un hijo como tú, y puedo ver como me mira a veces.

 

El doctor se sentó a mi lado, sonriendo amargamente.

 

—Sin embargo —añadió—, gracias a tu padre conseguirás reconocimiento en el colegio.

 

—No le entiendo.

 

—Todos tus amigos podrán leer la noticia en los periódicos y verán las fotos del accidente: la trágica muerte de un héroe.

 

—¿De un héroe, doctor? —sonreí—. ¿Está hablando de mi padre?

 

—Un héroe anónimo que luchaba en la batalla diaria de la vida —hizo un gesto vago—. Ni siquiera Indiana Jones soñará nunca con una aventura tan intensa como la que vivió tu padre, con la pierna enganchada por el monstruo del Metro, que lo arrastró sin compasión hasta su guarida en el interior del túnel.

 

Guardó silenció, encendió un cigarrillo y continuó:

 

—Cuando lo llevaron al quirófano, me costó imaginar qué era lo que mantenía ese cuerpo con vida. Entonces, a pesar de su estado, dijo que no podía permitirse morir. ¿Imaginas por quién? —cerró los ojos, mientras apretaba mi mano—. Viéndole luchar contra la muerte comprendí que se trataba de un héroe; porque esa hazaña, sin duda, fue digna de Conan o Batman.

 

Comencé a llorar abrazado al doctor, sin captar la ironía del relato de ese hombre que supo llegar a mi corazón, donde papá aguardaba tendiéndome sus brazos.

 

 

  • Edelvives
  • Colección: Ala Delta Serie Azul
  • Autor/es: Rafael Estrada
  • Ilustradora: Ximena Maier
  • Género: Aventuras
  • Nº páginas: 88
  • ISBN9788426366924
  • Formato: 13 X 20
  • Encuadernación: Rústica