Los ladrones de colores

 

 

1. La canica

 

Es curioso lo que el apellido puede llegar a influir en algunas personas. A mi compañera de clase, Ana Tablero, le encanta el dibujo; Álvaro Mirón es cantidad de cotilla, aunque él prefiere llamarlo curiosidad, ya que de mayor piensa ser periodista; Raúl Pastor pasa los fines de semana en la granja de su abuelo, porque le encantan los animales, y Cristina Llamas dice que la profesión más bonita y emocionante del mundo es la de bombero. No creo que se trate de una casualidad que Nuria Delgado, la amiga de mi hermana Sandra, esté estudiando para modelo, ni que el compañero de guardería de mi hermano Jorge tenga una colección de tanques y aviones, porque el pequeñín en cuestión se llama Armando Guerra.

 

Mi nombre es Ricardo Manías y no soporto el desorden. Simplemente me gusta que las cosas estén en su sitio. Ya sabéis, es..., bueno, como una manía.

 

La historia que voy a contar empezó el día que mi amigo Daniel Bolas, un mentiroso y bromista irrecuperable, se quedó en su casa porque no le apetecía salir, aunque la verdad era que sus padres le habían castigado toda la semana, por pintarle a su hermana de cinco meses puntos rojos en la cara con el rotulador. Se dieron cuenta en la sala de urgencias del hospital, cuando Martita empezó a llorar y se le corrieron con las lágrimas algunos de los puntitos.

 

Pues bien, ese día era domingo y yo estaba con mis padres en la terraza de un quiosco del parque. Mi padre leía el periódico, mientras mi abuela sufría porque mi hermano Jorge se estaba manchando de tierra y le iban a salir lombrices y se iba a romper esto y aquello cuando se cayera del tobogán. Sandra hacía recuento de granos con su espejo de bolsillo. Al cabo del rato, la abuela dormitaba con los ojos abiertos. Es una técnica que ha llegado a dominar casi a la perfección, tras años y años de cuidar de nosotros: te vigila pero está dormida, y como tú no lo sabes evitas hacer esas cosas que tanto les molesta a los mayores.

 

Yo no quería estar allí. Me estaba aburriendo un montón y no tenía otra cosa para pasar el rato que el libro que habían recomendado en el colegio. Lo abrí un par de veces, miré las ilustraciones y volví a cerrarlo, porque los pajaritos y los gritos de los niños me distraían continuamente. Hice un nuevo intento y cuando la historia empezó a interesarme fue cuando le vi.

 

Se trataba de un hombre de unos cuarenta años, con una larga nariz y el pelo corto salpicado de canas. En la mesa había una coca cola y un teléfono móvil; estaba dibujando algo en un bloc. Vestía una camisa a cuadros como las que llevan los leñadores en las películas, pero lo que atrapó mi maniática atención fue que la llevaba desabrochada. Me ponen enfermo los tapones sin apretar, los bolis sin capuchón y los botones sin abrochar. Frené el impulso de dirigirme hacia su mesa, para abrocharle los botones de la camisa, porque claro, eso no podía hacerlo. Y lo peor de todo es que no dejaba de mirarme...

 

Ya se que vais a decir que eran imaginaciones mías, pero puedo aseguraros que me miraba, bajaba la vista y continuaba dibujando, volvía a mirarme y a bajar la vista. Así una y otra vez. Pensé que el tipo me estaba haciendo un retrato, para no olvidarse de mí o para entregárselo a sus secuaces y decirles:

 

—«Éste es el chico. Quiero que lo raptéis y lo encerréis en el sótano hasta que su familia pague el rescate.»

 

—«¿Y después, jefe?»

 

—«¿Después? ¡Ja, ja, ja...! Cuando llegue ese momento ya veremos que hacemos con él.»

 

Fue entonces cuando sonó el teléfono móvil y lo cogió sin dejar de mirarme. Lo que hizo que no pudiera controlarme fue que guiñara un ojo, o eso me pareció ver. Me levanté con el libro en una mano y me dirigí hacia su mesa sin pensarlo dos veces y sin saber qué le iba a decir. Esto fue lo que escuché cuando estuve frente a él.

 

—Tendrás los dibujos en la fecha acordada, no te preocupes —guardó silencio como si estuviera escuchando. Después, dijo: «De acuerdo, de acuerdo» y cortó la comunicación.

 

Me quedé como un idiota contemplando la hoja en la que había estado dibujando. ¿Podéis imaginar lo que vi?: ni más ni menos que un retrato casi clavado de mí mismo. Entonces si que me asusté, y hubiera regresado de nuevo a la mesa donde estaban mis padres, si los pies me hubieran respondido.

 

—Hola, chaval.

 

Yo dije hola o algo parecido, pero tartamudeando, lo que no me hizo sentir precisamente mejor.

 

—¿Te gusta? —dijo señalando el bloc.

 

—Mucho.

 

Arrancó la hoja del bloc y me la ofreció.

 

—Es tuyo.

 

—¿De verdad?

 

—Pues claro —dijo sonriendo, y la fantasía que se había ido formando en mi mente se desvaneció.

 

Cogí el retrato y lo guardé entre las páginas del libro, por si se arrepentía. Sin prestarme demasiada atención empezó a hacer un nuevo dibujo. Esta vez se trataba de algo menos difícil: un simple círculo. Cuando lo hubo terminado, trazó unas cuantas líneas con el lápiz y las emborronó con el dedo; después, dibujó la sombra que proyectaba sobre el papel, una sombra traslúcida y, ante mis asombrados ojos, apareció una canica de cristal.

 

—¡Vaya...! Es fabuloso.

 

—Eres muy amable, pero puedo asegurarte que no es tan difícil —como vio que seguía con la boca abierta se esforzó en explicar el milagro—. Sólo tienes que tener en cuenta que la parte oscura está siempre en el lado contrario de la luz, y que todas las cosas proyectan una sombra.

 

—¿Nada más?

 

—Y hacer que el trazo del lápiz desaparezca, para lograr un efecto realista.

 

—Por eso lo emborrona con el dedo, ¿verdad?

 

—Yo lo llamo difuminar, porque suelo hacerlo con un difumino.

 

—¿Qué es un difumino?

 

Sin contestar a mi pregunta, cogió un par de servilletas, las dobló por la mitad y las enrolló formando un tubito con los extremos afilados, como un lápiz sin mina. Después, dibujó unas vetas en el interior de la canica y las difuminó con la punta del cilindro que había hecho con las servilletas.

 

—Esto es como un difumino y así funciona —dijo sonriendo con sus dientes amarillos.

 

—¿Es usted dibujante?

 

Una vez más dejó mi pregunta en el aire. En lugar de contestar, dijo señalando mi libro:

 

—Veo que te gusta leer.

 

—No me gusta nada leer, nunca me ha gustado y nunca me gustará.

 

—Pareces muy seguro.

 

—Pues sí.

 

—¿Y como sabes que nunca te gustará?

 

—Porque algunas veces, cuando estoy viendo la tele, entra mi padre y la apaga sin darme explicaciones. Entonces me grita:«¡Tienes que leer! Coge un libro ahora mismo y ponte a leer» —el hombre se llevó la mano a la barbilla, como meditando lo que acababa de escuchar. Yo continué—. Tengo mis derechos, ¿no?

 

—Estoy de acuerdo en que tienes tus derechos —dijo el hombre rascándose la nariz—. ¿Pero tú no le has preguntado por qué lo hace?

—No, porque lo se. Siempre lo hace después de las reuniones de padres en el colegio, esas en la que los niños no podemos estar.

 

—Eso es porque hablan de vosotros.

 

—Ya. No se lo que les dirá la seño, pero no debe de ser nada bueno, porque siempre llega enfadado, me pregunta si he hecho los deberes y aunque diga que sí, él contesta que a partir de ese momento me los va a revisar personalmente y que tengo que leer media hora al día en lugar de ver tanta tele.

 

—Eso parece razonable.

 

—Pero es que me obliga a leer y lo hace enfadado casi siempre.

 

—Por eso para ti no es agradable.

 

—Pues claro —le miré buscando su aprobación—. Además, después de pasar un día entero estudiando en el cole y hacer los deberes, necesito jugar.

 

—Mi madre solía decirme que leer era bueno —dijo el hombre jugueteando con el lápiz—, que los cuentos son emocionantes y que se aprenden muchas cosas. Pero nunca me dijo: «Tienes que jugar» o «Ve a divertirte ahora mismo». Tenía más o menos tu edad y no conseguía entenderlo.

 

Yo tampoco entendía que no me hubiera contestado a la pregunta de antes, y como quería cambiar de tema se la repetí.

 

—¿Es usted dibujante?

 

—Sí. Seguro que algunos de los cuentos que has leído los he ilustrado yo. Unas ilustraciones donde el color es lo más importante. También soy profesor de dibujo... —hizo una pausa y añadió con un susurro de voz— Al menos de momento.

 

—¿Qué quiere decir?

 

—Que es posible que tenga que dejar las clases.

 

—¿Por qué?

 

—Porque ya no veo tan bien como antes.

 

—¿Se va a quedar ciego? —pregunté sobresaltado.

 

—No creo que sea tan grave. Pero veo un poco borroso y ya no distingo bien los colores.

 

En ese momento mi abuela dio un grito y mi padre exclamó: «¡Jorgeee...!.» El pequeño se asustó y empezó a llorar, lo que hizo que mi hermana dejara durante unos segundos de mirarse en el espejo.

 

Esto fue lo que pasó.

 

Mientras yo hablaba con el hombre, llegó Maribí, una niña que iba a la misma guardería de Jorge. Se sentó junto a mi hermano y se puso a hacer comiditas con la tierra. Su mamá, que estaba sentada en un banco, le decía:

 

—¡Maribííí, hija, no te tires al suelo...!

 

Pero la niña no la oía, porque estaba discutiendo con Jorge si hacía garbanzos con las chinitas o judías verdes con la hierba. Como mi hermano no le hacía caso, Maribí le gritó que ya no era su novia. Jorge le contestó cruzándose de brazos:

 

—¡Pos bueno!

 

Entonces comenzó a dar patadas a los montoncitos de tierra y a tirarle la arena a la cara, mientras la mamá de Maribí se levantaba del banco y se dirigía corriendo hacia donde estaba su hija para sacudirle el vestido. Cuando la madre regresó al banco, mi hermano vio que la niña se había sentado en el lecho seco por donde corre el agua cuando se atasca la fuente. Tapó con papeles la rejilla y abrió el grifo, lo que provocó un arroyo que empapó a Maribí, las zapatillas de mi abuela, el portafolios de mi padre y las bolsas de la compra. Son cosas sin importancia que hacen todos los niños del mundo, pero que a los adultos no les hace gracia.

Cuando se calmó el revuelo y las aguas volvieron a su cauce, miré hacia la mesa donde se encontraba el dibujante, pero ya se había ido.

 

 

 

Al llegar a casa, lo primero que hice fue colocar el retrato en la pared de mi habitación. A Jorge le gustó, pero Sandra dijo que no se parecía a mí porque me había sacado guapo.

 

Por la noche, cuando nos quedamos solos mi hermano y yo, hice que me contara lo de la fuente con todo detalle. Así me enteré de que Maribí estaba empeñada en ser su novia a pesar de que él no quería, que se sentaba siempre a su lado en la guardería y que se chupaba con la lengua los mocos secos mientras le miraba sonriendo.

 

—¿Y a ti te da asco, verdad?

 

—Mucho.

 

—Tu también te comes los mocos.

 

—Pero no asín.

 

—Está bien. Vamos a dormir.

 

Mi hermano Jorge, a pesar de lo pequeño que es, también es un maniático. Todas las noches me pregunta lo mismo.

 

—¿Tengo los pies dentro o los tengo fuera?

 

—Los tienes dentro.

 

—¿Y ahora?

 

—Tienes uno dentro y otro fuera.

 

—¿Cómo lo sabes?

 

—Porque te huelen, tonto.

 

Silencio. Uno, dos, tres...

 

—Cuéntame un cuento.

 

—¿Qué cuento?

 

—El de la mano grande.

 

Apagué la luz y le dije que cerrara los ojos.

 

—¿Para qué? Si cuando me duermo se me cierran solos.

 

—¿Y si se te olvida, y te quedas toda la noche con los ojos abiertos?

 

—¿Como la abuela?

 

—Sí, como la abuela.

 

Casi podía oír el sonido de sus pensamientos dando vueltas en su cabecita, imaginando que los ojos se le quedarían secos, como dos pasas.

 

—Vale, ya está.

 

—«Había una vez un tamagochi perdido en la mano de un hombre. Era la mano grande de un niño que se había hecho mayor en tan solo una noche...» 

 

 

  • Edebé: 3ª Edición
  • Colección: Tucán Verde
  • Autor: Rafael Estrada
  • Ilustradora: Marta Fernández 
  • Género: Fantasía, Humor
  • Nº páginas: 112
  • ISBN978-84-236-9402-0
  • Formato: 13x19,5
  • Encuadernación: Rústica
  • Publicado en México en 2012 por Ediciones Internacionales S.A. de C.V.

  • Publicado en Ecuador en 2016 por Editorial Don Bosco. Ilustrador: Alejandro Pozo.