Mi abuelo es un vampiro

1. El niño que se convertía en gato

 

 

Ayer cumplí quince años. Han pasado ya cuatro desde que el abuelo hiciera su solemne presentación a través del retrato, y es ahora, no me preguntéis por qué, cuando he decidido ordenar en mi memoria aquellos singulares acontecimientos. Tal vez sea porque he conseguido superarlo.

Al menos, eso es lo que creo...

La primera vez que reparé en él fue por el cuadro que había en el salón, una pintura descolorida y brumosa, arropada por un discreto marco de madera oscura. Siempre había estado allí, aunque yo no me hubiera fijado, pero ese día, cuando el retrato se balanceó dispuesto a caerse y tuve que sujetarlo con ambas manos para evitar el desastre, sentí que me clavaba la mirada, unos ojos de hielo que parecían surgir de una película de terror en blanco y negro. No sé por qué asocié su imagen a la de un vampiro. Quizás fuera debido a la palidez de su rostro y a su mirada penetrante y profunda, aunque esas cualidades ya las había visto en otras personas, como la jefa de estudios o el señor del quiosco de los periódicos. 

Debo reconocer, que por aquel entonces era un miedoso. Tenía miedo a la oscuridad, sentía una terrible angustia cuando me encontraba en un pasillo demasiado largo, en el trastero, en un callejón estrecho o en el parque, cuando empezaba a anochecer; me asustaba el sonido del trueno, los pasos en la oscuridad de la noche, el crujir de las escaleras y los ronquidos de mi padre. Además, me aterrorizaban las serpientes, las arañas, las ratas, los tiburones, los leones, los lobos y, por supuesto, los vampiros.

Naturalmente, los únicos vampiros que había visto en mi vida eran los de las películas y las ilustraciones de los libros: seres enigmáticos, perdidos en la soledad de sus castillos, olvidados del mundo, que solo se relacionaban con la gente por el interés que les provocaba su ración de sangre. Para ellos no éramos otra cosa que alimento, porque la visión que tenían de la gente era similar a la que nosotros podíamos tener del ganado. Vagando solitarios por los cementerios, a la luz de la luna, entre lápidas y cipreses lamidos por la niebla, la única compañía que aceptaban era la de sus rancios pensamientos. Pero, a pesar del miedo que me inspiraban, yo sabía que eran seres imaginarios.

Hasta que apareció mi abuelo y empecé a dudar.

Cuando llegó a casa dispuesto a quedarse, con su figura estirada y su cara de cera, llevaba una bolsa de viaje de color oscuro y un enorme baúl. Su traje era negro, al igual que sus ojos. El abuelo era alto, encorvado, delgado y muy elegante, y la expresión que mostraba era la de una persona tranquila. Su semblante era serio, cosa que no debe extrañar, si tenemos en cuenta las circunstancias. Estaba allí porque, desde que la abuela murió, vivía solo allá en Gijón y porque mis padres insistieron en que probara a pasar una temporada con nosotros. Aquí en Luarca, podría alejarse del dolor y rehacer su vida en un nuevo entorno familiar.

Creo que empecé a sospechar nada más verle. Cuando apareció por la puerta y me miró, me vino a la memoria el incidente del cuadro y me asusté. No hacía ruido al moverse, no solía sonreír y cuando te clavaba los ojos, notabas que el cuerpo no te respondía; además, tenías la molesta sensación de que sabía exactamente lo que estabas pensando, lo que habías pensado y lo que llegarías a pensar.

Así era el abuelo.

La primera noche que pasamos juntos, durante la cena, apenas despegó los labios. Concentrado en su plato, daba la impresión de que la sopa era la cosa más interesante del universo. Ni siquiera levantó los ojos para echarle una mirada a la televisión. Sólo de vez en cuando asentía con la cabeza si mis padres o mi hermana le preguntaban algo. Todos pensábamos que su actitud se debía al dolor por la terrible pérdida que había padecido. Cuando terminó de cenar, dijo que todo había estado muy sabroso y que nunca había comido en un plato tan bonito, pero que debíamos disculparle, porque se encontraba agotado, debido al viaje, y quería irse a la cama.

Inmediatamente, miré mi plato como si lo viera por primera vez, y comprobé sorprendido que, a pesar de que lo utilizaba a diario, nunca había reparado en ese detalle.

—Los elegí yo —dijo mi padre.

Como mi madre no estuvo de acuerdo, el asunto de los platos se convirtió en tema de conversación durante el resto de la cena.

La siguiente noche sucedió lo mismo. La excusa que utilizó para abandonar el salón fue distinta, pero cada día parecía encontrar el argumento adecuado para escapar a su habitación, donde pasaba los días encerrado.

En esos momentos el abuelo representaba para mí un misterio fascinante. ¿Por qué abandonaba la estancia, sin prestarle siquiera atención a las maravillas que ofrecía la televisión? ¿Qué hacía en su cuarto, que fuera más importante que estar con nosotros? ¿Podía ser la soledad más interesante que estar acompañado?

Ahora sé que mi abuelo era muy listo, demasiado para que su propia familia comprendiera sus motivaciones. Cuando le miraba, pensando que no podía verme, estudiaba su arrugado rostro. Parecía sufrir. Viéndonos allí, inmovilizados por la luminosa monotonía de la televisión, debíamos ser para él como un mueble más.

Dispuesto a resolver el misterio, escuchaba tras la puerta de su habitación, bajo la mirada atenta de mi hermana Gema. Yo no sabía que mis movimientos podían percibirse bajo la ranura de la puerta, hasta el día en que la abrió y me sorprendió espiándole.

—Vaya, vaya —exclamó, con su voz profunda—. Mira a quién tenemos aquí.

Dijo eso, dirigiéndose a la foto de la abuela, que se encontraba sobre la cabecera de la cama.

—Yo... —fue lo único que acerté a decir.

—Veo que vienes a hacerme una visita —sin darme tiempo a reaccionar, preguntó—: ¿Así que piensas que soy un bicho raro?

—No... —me puse colorado, avergonzado porque me hubiera pillado—. De verdad que no.

—Anda, pasa, que voy a enseñarte mi ataúd —como vio que dudaba, añadió—: Adelante, muchacho, que no voy a comerte —y, lanzándome una mirada perturbadora, añadió—: Todavía.

El abuelo me agarró de la mano y me introdujo dentro, cerrando la puerta tras de mí. Su habitación estaba muy ordenada, a excepción del baúl abierto y la pila de libros que había sobre la cama, porque en esos momentos estaba colocándolos en las estanterías. Las mejillas me ardían y el corazón galopaba en mi pecho como si quisiera escapar. Imaginaba que estaba a punto de morir desangrado, que mi vida no valía un pimiento en esos momentos y que lo tenía bien merecido por curioso.

—Vamos a ver... —dijo, plantándose ante el espejo—. No se me ocurre qué tipo de monstruo puedo parecer a tus ojos —hizo unos cuantos gestos teatrales, burlándose del miedo que en ese momento sentía—. ¿Un hombre lobo? ¿Un alienígena? ¿Tal vez, un vampiro? —Abrí mucho los ojos, sorprendido porque hubiera adivinado mis pensamientos—. Sí, definitivamente, creo que debo parecerte un vampiro.

Con gran angustia, descubrí que no podía pronunciar ni una palabra.

—¿Tú crees que la curiosidad puede matar a un gato?

Yo no lo sabía e interpreté su comentario como una amenaza. Después de un breve silencio, me encogí de hombros y respondí con la voz completamente alterada:

—No.

—¿Ese no, quiere decir que no puede matarlo o que no lo sabes?

—Que no puede matarlo.

—Eso mismo pienso yo —respondió—. Lo que mata a un gato es siempre otra cosa.

—¿Qué cosa?

—¿Cómo voy a saberlo? —dijo, sonriendo por primera vez—. Supongo que cada gato muere por un motivo diferente.

El comentario me hizo reír y, de momento, olvidé mis inquietudes.

—¿De verdad eres un vampiro?

—Bueno, como veo que te hace ilusión, vamos a dar por sentado que lo soy—. Un vampiro de libros.

—Y eso, ¿para qué sirve?

—Para empaparte de cosas y saber más.

—¿Qué tipo de cosas?

—Cosas curiosas, increíbles y jugosas, cosas extraordinarias. Cuando le chupas la sangre a un libro, en tus venas aparecen pensamientos ajenos; ideas de gente que, aunque posiblemente esté muerta, te cuenta historias y te habla como si estuviera viva.

—¿Son vampiros también?

—Vampiros excepcionales, capaces de extraerle la sangre a un clavo y transformarla en arte. Esa gente no muere jamás, porque durante toda su vida ha padecido el ansia de saber y se ha dedicado a contagiar a otros.

—¿Vas a convertirme en vampiro?

—Eres mi nieto, ¿no es cierto? Y creo que debo darte la oportunidad de elegir.

—¿Elegir, qué? —dije, intentando que no me temblara la voz.

—Por el momento, sabes todo lo que necesitas saber y no voy a añadir una sola palabra más sobre el asunto. Lo que si voy a hacer, es contarte una historia.

—¿Una historia real?

—La historia que voy a contarte es cierta, te lo puedo asegurar —dijo, sentándose sobre la cama. Yo me senté en el suelo y el abuelo empezó, con su voz cascada y grave—: Había una vez un monstruo que sentía debilidad por la sangre de los niños. Era un monstruo asqueroso, con el pelo hecho de algas y las uñas afiladas como corales. Su aliento apestaba tanto que, cuando lo tenías suficientemente cerca, era como si te hubieran echado encima un cubo de pescado podrido.

—¿Era una especie de vampiro?

El abuelo se levantó y se dirigió hacia la ventana. Allí permaneció en silencio durante unos segundos, duplicado por el reflejo del vidrio, inmóvil entre las sombras, como un aparecido. Junto a él, sobre una estantería, se encontraba la urna que contenía las cenizas de la abuela. Tuve un deseo incontenible de pedirle que me las enseñara, pero no creí oportuno interrumpir sus cavilaciones, porque, en ese momento, continuó con su narración:

—¿Una especie de vampiro, dices? Podríamos llamarlo así. Con sus afilados colmillos, le gustaba succionar la sangre de los dedos meñiques, ya sabes que son los más tiernos, y el niño protagonista de esta historia también lo sabía, al igual que sabía que debía transformarse en gato, porque entendió que era la mejor manera de vencer a esa cosa que olía a pescado.

—Me estás contando una historia inventada —le interrumpí de nuevo.

—Hay historias que son de verdad aunque procedan de un sueño —me explicó—. La mente de ese niño ya poseía el arma de la lógica, una espada de doble filo, que apareció resplandeciente en el fondo del mar cenagoso de su mente dormida. Poco importó que aquel ser tuviera la forma de una enorme serpiente con cabeza de tiburón, porque utilizando la astucia, que era el otro filo de su maravillosa espada, se cortó un dedo y lo ató a la cola del animal, el olor de la sangre enloqueció a la bestia, que empezó a devorarse a sí misma, hasta que desapareció de su vista como un mal recuerdo.

—¿Cómo se llamaba el niño?

—Ese niño, era yo.

El abuelo se alejó de la ventana.

—¿Y esa criatura te perseguía en sueños?

Con su andar lento y parsimonioso, se plantó junto a mí y se sentó sobre la cama.

—Todas las noches —respondió—. Cuando me dormía, percibía el olor a pescado y lo sorprendía chupándome la sangre del dedo meñique, hasta que descubrí la espada que puso punto final a mis pesadillas. Tenía seis años, pero a partir de ese momento me convertí en un experto en salir de situaciones apuradas.

Animado por sus confidencias, me atreví a contarle al abuelo alguna de mis pesadillas. De vez en cuando, me interrumpía y me preguntaba cosas: si era capaz de adoptar el punto de vista de un objeto o de una planta que hubiera dentro del sueño, o me decía cómo habría actuado él de haberse encontrado en mi lugar.

—Hablas como si en los sueños se pudiera hacer todo lo que quieres.

—Sólo tienes que estar convencido de que es posible.

—¿Y lo que sueñas puede servirte después, cuando estás despierto?

—Naturalmente.

—¿Qué cosas has aprendido tú en sueños?

—A  encontrar soluciones en lugar de huir, por ejemplo.

El abuelo tenía más de setenta años, pero había una cierta tensión en su porte, una seguridad y una gracia en sus movimientos que lo hacía parecer mucho más joven. A partir de esa noche, un curioso vínculo surgió entre nosotros, una unión que todavía permanece, a pesar de lo que sucedió después. Tal vez por eso, cada vez que tengo una pesadilla, me transformo en gato.

Antes de salir de su habitación, me entregó un libro y me dijo:

—Si decides leerlo, puede que algo dentro de ti cambie para siempre.

—¿Y ya no habrá vuelta atrás?

—Me temo que no.

Esa misma noche empecé a leerlo.