El niño que leía demasiado

 

 

 


 

        Piruleto tenía una enorme colección de cuentos. Casi siempre se encontraba en su habitación, tendido en el suelo o sobre un cojín, leyéndolos uno tras otro.


Pero la señora Pirulona no podía hacerle la cama o barrer su habitación, sin tropezar con Pinocho o El castillo de irás y no volverás. Por eso, entre otras cosas, discutían y discutían sin parar.


Y es que nadie escuchaba a Piruleto, cuando decía que los cuentos de misterio debían encontrarse alejados de la cama, junto a la puerta del armario;  porque allí, como todo el mundo sabe, pueden esconderse las cosas inquietantes que aparecen en esos relatos.


También le gustaba dejar las historias de magos y  dragones esparcidas por el suelo, sin ningún orden y bajo la ventana, ya que la magia y la fantasía necesitan el aire fresco y el desbarajuste para poder respirar.


Estaba tan claro para Piruleto, que no entendía por qué sus papás insistían una y otra vez.


—Cuando vuelva del trabajo tiene que estar ordenada tu habitación... —dijo el señor Pirulón marchándose muy enfadado.


—Ya has oído a tu padre —le advirtió la señora Pirulona.


—Jo, mamá... —se quejó Piruleto, con la intención de explicarle una vez más por qué colocaba así los cuentos.


Pero su madre, ya se había dado la vuelta y se enzarzaba en una lucha con el aspirador, que rugía y refunfuñaba mientras limpiaba el salón.


Desde la puerta llena de pegatinas, Piruleto contempló su habitación. Tuvo que suspirar, rascarse la cabeza, hacer dos o tres muecas y decir:


—¡JO...! —antes de ponerse a la difícil tarea de intentar contentarles.


Fue por el caminito que había construido con los cuentos de aventuras, recogiéndolos uno a uno. Miró el dibujo de la cubierta de su cuento favorito, que lo había conseguido en el cole a cambio de cromos y que sólo había leído veinticinco o treinta veces.


—Si tuviera tiempo, volvería a leerlo —se dijo a sí mismo, colocándolo en una estantería.


Continuó recogiendo los libros, mientras trataba de imaginar su primer cuento, ya que de mayor pensaba ser escritor. Así que se rascó la cabeza y arrugó la nariz unas cuantas veces.


—¡Ya está! ¡Ya lo tengo...! —dijo de pronto— Se llamará Un Elefante de trapo, y lo pienso escribir ahora mismo.


Piruleto ya estaba sentado en su escritorio con un cuaderno de rayas, al que había desdoblado las esquinas, y un bolígrafo mordisqueado. Pensó que debía comenzar describiendo al personaje del cuento, que era...

 

...un Elefantito de trapo que bajaba a darse un baño en el río. Papá Elefantote y Mamá Elefantota le dejaban caminar sólo por cualquier lugar de la selva, porque todos los animales que vivían allí le conocían y querían.


Hasta el temible León, que limpiándose los dientes con un palillo, le saludó desde lo alto de su roca:  


Hola, elefantito de trapo.


Hola, señor León y siguió caminando tan tranquilo, porque sabía que nada le podía pasar.

 

Esto le hizo mucha gracia a Piruleto, pues sabía que en la selva un León no podía comprar palillos para limpiarse los dientes.


—¡Ja, ja,...! —se rió en voz alta Piruleto.


—¿Has dicho algo, hijo? —preguntó la señora Pirulona, que en ese momento había desenchufado el aspirador.


—Nada, mamá: estoy con los cuentos.


—Muy bien, Piruleto.


Se rascó la nariz y siguió escribiendo que...